lunes, 1 de noviembre de 2010

Los niños no deben jugar con cosas muertas (Children Shouldn´t Play with Dead Things, 1972)


Un cineasta venido a menos lleva a su particular troupe de intérpretes de segunda fila hasta un cementerio. Una vez allí le da por hacer un ritual de magia negra para que cobre vida un cadáver robado de su tumba. Aparentemente la cosa no funciona y la situación es tomada a broma por la mayoría de los implicados, pero los muertos han oído el mensaje y tienen ganas de salir a comer.

Habían pasado cuatro años desde que George A. Romero revolucionara el cine de terror, y concretamente el subgénero de zombis, con la notable La noche de los muertos vivientes (Night of the Living Dead, 1968). Todo gran éxito dentro de un tema suele llevar a la explotación del mismo. El director Bob Clark fue uno de los que vio el filón en los nuevos zombis caníbales. Consiguió setenta mil dólares, un puñado de actrices y actores de talento cero (uno de ellos era Alan Orsby, también guionista del invento junto a la propia hermana de Clark, Aimee), y se puso manos a la obra con esta pequeña película que, cosas de la vida, terminó siendo de culto.

Los comienzos de Bob Clark fueron fuente de películas de culto. No solo pasó con la que nos ocupa, sino también con las superiores Black Christmas (1974), que no hace mucho contó con un mediocre remake, o Crimen en la noche (Dead of Night, 1974).

En su estreno, quisieron vender Los niños no deben jugar con cosas muertas como una secuela de legendaria obra de Romero. Tanto, que también fue conocida como La noche de los muertos vivientes 2. En realidad no tiene mucho que ver con aquella, salvo porque en el clímax final aparecen muertos vivientes y los protagonistas se encierran en una cabaña.

La primera hora es una especie de comedia de terror con personajes y diálogos irritantes que provocan sopor y diarrea por igual. Pero, a partir de ahí, concretamente después de una ceremonia satánica cutre, se empieza a comprender porque ha llegado a ser más o menos recordada en la actualidad; la comedia insulsa se convierte en un eficaz suspense. Siempre estamos expectantes en el juego al que los protagonistas “someten” a sus intereses a un cadáver secuestrado de su tumba. Estamos a la espera, deseosos de que por fin cobre vida y devoré la yugular que le pille más cerca. Sin embargo, Clark opta por alargar ese suspense de forma coherente, y es en los últimos quince minutos en los que los muertos caminan definitivamente.

Cierto es que para llegar a ver cosas interesantes tenemos que tragarnos un bodrio de sesenta minutos, pero la espera vale la pena; el asedio de los zombis a la cabaña consigue momentos magníficos. Todo pasa rápido, creando el mayor impacto (pensemos que se estrenó en 1972) en un espacio de tiempo reducido. Algo similar a un premio al espectador paciente que ha sabido aguantar hasta el final. El problema (o no) se encuentra en que, a diferencia, ya que estamos, de La noche de los muertos vivientes, aquí no hay ningún personaje bien trazado con el que hayamos conectado. Más bien son seres anodinos de los que esperamos una merecida defunción.

Pese al mal rollo de los últimos minutos, se echa en falta algo de gore. Resulta chocante una película de zombis, ya sea de los setenta o actual, en la que el liquido rojo y los desmembramientos a penas muestren unas pinceladas. En Los niños no deberían jugar con cosas muertas todo esto se intuye más que se muestra. Tal vez les salieron demasiado casposos los efectos y prefirieron la opción de dejarlo a nuestra imaginación, o tal vez se gastaron el dinero en decenas de litros de alcohol para contentar a los extras.

Bob Clark falleció en 2007. Un marco amplio de su carrera posterior la desarrolló en televisión, pero antes de eso también dirigió la no menos de culto Porky´s (1982), que dio el pistoletazo de salida a la marabunta de títulos de adolescentes salidos que, en su mayoría, dan bastante más miedo que los comienzos de este director.  

No hay comentarios: