No sé si cuando hicieron Crepúsculo (Twilight, 2008) tenían idea de que iba a tratarse de tal fenómeno de masas. Y eso que los libros en los que se basa son auténticas maquinas de hacer dinero. El caso es que aquella película costó unos míseros 35 millones de dólares, algo que, en pantalla, se notó para mal. Aunque ojo, pese a ello, después de tragarme mis prejuicios, me resultó más entretenida y resultona de lo esperado. Es por ello que, dado el mayor fenómeno en el que se ha convertido la segunda entrega, lo mejor es ver para opinar con criterio sobre lo que empuja a tanta gente a seguir apasionadamente tanto los libros como las películas. La conclusión es obvia, pues, al igual que Titanic (1997) se convirtió en la película más taquillera de la historia (sin ajustar la inflación) gracias a su historia de amor imposible llevada a un entorno épico, ésta saga cumple, dentro del género fantástico, las mismas normas. Incluso si vamos más atrás, comprobaremos que la película que es realmente la más vista en cines de la historia, Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939), nos muestra otro amor de final incierto dentro de una situación extraordinaria. Extrapolando todo al contexto adolescente, con vampiros y licántropos de por medio, tenemos la enésima reencarnación de todos esos romances, convenientemente actualizada y con los suficientes añadidos para hacerla una obra “nueva”.
Luna nueva es igual de eficaz y, no buena sino, repito, resultona, que su antecesora. Se nota que hay un mayor trabajo en la fotografía, en la labor de algunos intérpretes, y sobretodo en los efectos especiales. Estos siguen sin ser nada del otro jueves, pero la recreación de los licántropos, la novedad de la secuela, al menos no daña a la vista. No obstante, el presupuesto sigue sin ser holgado (55 millones), por lo que, parece, sus responsables tienen claro que lo que los fans quieren ver, prioritariamente, es la relación entre los personajes principales, sus amores y desamores, y por ello dejan en un segundo plano los aspectos más técnicos. Los diálogos siguen siendo de novela rosa magnificada, pero hay una aproximación certera al “terror” de desamor en la adolescencia, a la locura que puede despertar, en algunos casos, perder ese amor que, por aquel entonces, se piensa eterno. La problemática directora de la primera, Catherine Hardwicke, ha sido sustituida por el más tranquilo Chris Weitz, uno de esos “artesanos” que te hace Un niño grande (About a Boy, 2002) como La brújula dorada (The Golden Compass, 2007). Como era de esperar, el toque indie de Hardwicke se pierde aquí en pro de una dirección más “clasica”. Todo puesto en escena de forma correcta, sin excesos pero de forma competente, sabiendo desde la concepción del proyecto de que está destinado a arrasar hagan lo que hagan.
En resumidas cuentas: Pasable
En resumidas cuentas: Pasable
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