jueves, 23 de diciembre de 2010

I Saw the Devil (Akmareul boatda, 2010)


Kyung-chul es un retorcido psicópata que mata por placer. Sus victimas son desde mujeres hasta niñas. La última de sus victimas, la cual encuentran descuartizada, es la joven hija de un retirado jefe de policía, y se encontraba embarazada de su prometido, un agente secreto llamado Soo-hyn. Tras ver lo que queda de su amada, Soo-hyn jura hacer todo lo posible para vengarla, aún si eso conlleva a que él mismo se convierta en un monstruo.

En estos días de polémica por la llamada Ley Sinde, viene a huevo hacer la reseña de una película como I Saw the Devil. El motivo es sencillo; de no ser por lo que ellos llaman páginas de descargas ilegales, la mayoría de nosotros nunca podría ver la película en cuestión o muchas otras que, por cuestiones que solo deben saber nuestros ilustres distribuidores, el gobierno u otros seres del averno, no llegarán nunca a nuestros cines ni a la venta en tiendas. Y lo peor es que muchas de esas propuestas se encuentran entre lo mejor de cada año, haciendo caso omiso a las modas de generar precuelas, secuelas y remakes en cantidades industriales, y pasando también de aquellos mandatos que obligan a que el 90% de los estrenos anuales no entiendan que también se hace cine, y muy bueno, fuera de Estados Unidos.

El cine surcoreano es una de las cinematografías más pujantes y frescas de la actualidad, y para recordarlo sólo hay que ver el peliculón que se ha marcado Ji-woon Kim, director detrás, por dar un ejemplo estrenado aquí, de la muy interesante Dos hermanas (Janghwa, Hongryeon, 2003). Sin desviarse de su potente línea visual ni de su creciente poder narrativo, Kim ha construido un espectacular y malévolo vehículo de venganza, según el cual el psicópata no es más que un pelele en manos de un cabreado “hombre normal” que termina por sucederle en el trono del desvarío híper-violento.

Se podría decir que prácticamente todo encaja a la perfección en I Saw the Devil. El combate interpretativo entre el siempre grande Min-sik Choi y el sorprendente Byung-hun Lee, psicópata y justiciero, respectivamente, consigue momentos realmente apoteósicos (atención a su primer encuentro y al clímax final). La dirección de Kim, emulando en cierto modo a su genial compatriota Park Chan-wook, más bien recogiendo sus virtudes para crear una atmosfera propia, consigue que la poesía, lo bello, se mezclen con el mal rollo y la suciedad siempre presentes (los primeros diez minutos son una declaración de intenciones).

Tampoco faltan las dosis de brutalidad explicita. No hay concesión posible, ni un muestrario de heroicidades por parte del vengador. La inteligente estructura del guión invita a que presenciemos la película de justicieros propiamente dicha hasta poco antes de la primera hora. A partir de ahí, durante la hora y media restante, nos ofrecen algo distinto pero igual de estimulante; un puzzle cuyas piezas irán encajando, en el que se decidirá, por así decirlo, cual de los dos implicados tiene las pelotas mejor colocadas. Los fallos de uno se convertirán en aciertos de su enemigo, y mientras, la insensibilización del que hasta entonces era un tipo corriente irá en contraposición a los nuevos sentimientos que, hacía el final, arroparán mal que le pese al temible asesino. Al fin y al cabo, se trata de la historia de un hombre civilizado que se tiene que convertir en animal para que un animal entienda lo que siente un hombre civilizado.

En definitiva, estamos, junto a otra cuasi obra maestra como es la también inédita 7 Days (Les 7 jours du tailon, 2010), en un referente instantáneo del buen y coherente cine de venganza, el cual no necesita retroceder en su mensaje políticamente incorrecto, pero tampoco exponerlo a modo de espectáculo de manual. Y es que, en esto de las vendettas, cualquier extremo, si es llevado a cabo por cineastas de altura, siempre será bienvenido y venerado.

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