A lo largo de su carrera, James Cameron ha perfeccionado y revolucionado el campo de los efectos especiales. A diferencia de otros directores, como Roland Emmerich, su cine, aun expuesto de manera continua a la explosión de dicho espectáculo visual, no sólo se contempla como ejercicio de virguerías visuales, sino que éstas siempre se encuentran a merced de una historia y unos personajes interesantes. Por tanto, lejos de hacer simples golosinas visuales, lo que Cameron propone son obras de calado emocional y de lecturas, a veces profundas, sin olvidar el entretenimiento. Es lo que le ha llevado a ser uno de los grandes cineastas modernos. Su megalomanía bien entendida (al contrario que el exceso que termina siendo soporífero y olvidable de otros como los actuales George Lucas o Peter Jackson) consigue una extraña sensación de estar viendo algo grande, algo muy meditado, sin resultar nunca pretencioso. A fin de cuentas, es de los pocos grandes directores que quedan capaces de transmitir esa magia del cine-espectáculo (o no) de antaño.
Hace trece años, cuando todavía estaba revolucionando la taquilla mundial con Titanic, ya tenía en mente la realización de Avatar. Pero, como buen cineasta, como trabajador perfeccionista, sabía que tendría que esperar lo suficiente para que dicho proyecto, con una envergadura colosal, llegará a buen puerto en materia de avances tecnológicos. No quería hacer ninguna chapuza, vaya. El guión ya escrito, que constaba en un principio de cerca de cuatrocientas páginas (lo que equivale a más de cinco horas de película), fue presupuestado, en el caso de llevarse a la gran pantalla, en cuatrocientos millones de dólares. Estaba claro que la dimensión de la propuesta a esas alturas se quedaba demasiado grande incluso para alguien como Cameron. La única opción era esperar hasta que el cine evolucionase, y de paso reescribir parte del guión para que fuera posible su traslado a celuloide con una duración adecuada. Ha pasado mucho desde entonces, pero Avatar, con una gran avalancha de expectativas depositadas en ella, se ha convertido en realidad. Y esa realidad, amigos, es la que estábamos esperando.
Lo primero que se pasa por la cabeza cuando llevas una hora contemplando Avatar, a parte del asombro por las imágenes, es que tiene una esencia especial. Esa esencia es, como ya apunté en el primer párrafo, la magia que el cine-espectáculo había olvidado hace años. La experiencia, aumentada considerablemente si la vemos en sus estupendas tres dimensiones, es realmente inmersiva. Uno, aunque ya tenga su edad y piense que esa ingenuidad perdida, esa forma de sentir la aventura, había quedado en la infancia, recobra la esperanza y disfruta entrando en un nuevo universo del que no tiene intención de marcharse hasta pasadas dos horas y media. Quizás por eso, cuando sales de ver Avatar queda una sensación parecida a la que el protagonista, el marine parapléjico Jake Sully, siente cuando debe volver a su realidad y apartarse por unas horas del mágico mundo en el que ha podido vivir de prestado. La realidad siempre es más dura que la ficción, claro. Pero ¿qué pasaría si esa ficción, si esa supuesta irrealidad pensada para una misión (con malos propósitos) pudiese terminar como tu propia realidad? El viaje de Sully no es sólo a otro planeta mediante su avatar alienígena, sino también un viaje interior, extraño y enriquecedor, que le lleva a conocerse a si mismo, sus verdaderos ideales y, finalmente, su destino.
La labor de Cameron tras las cámaras es sublime, y también notoria. Se sabe, desde el primer minuto, que es su película. La fotografía azulada (y luego los personajes digitales, los Navi, el universo de Pandora) sigue, aunque de modo menos sombrío, la que ya vimos en sus dos obras maestras, Aliens, el regreso (Aliens, 1986) y Terminator 2, el juicio final (Terminator 2: Judgment Day, 1991). Así mismo, la auto-influencia de la citada Aliens, el regreso queda demostrada en varios momentos. No obstante, la trama central puede entenderse como un reverso de aquella. Si allí el ejercito acudía como los “buenos”, como los héroes en cierto modo, a una misión de final incierto en una zona llena de alienígenas con perfil agresivo, aquí los que buscan la violencia y no tienen buenos propósitos son precisamente los soldados. Al contrario, los alienígenas del planeta Pandora, llamados Navi, no hacen ningún mal y sólo luchan cuando la situación no permite mantener la paz. Incluso hay una escena hacia el final, la lucha entre Sully, dentro de su avatar, y el malvado coronel Quatrich, en la que éste maneja un robot idéntico, aunque actualizado, al que usara Sigourney Weaver (aquí en un rol secundario) en Aliens para luchar contra la gigantesca reina xenoforma.
El guión de Avatar es sencillo, incluso previsible, pero está tan bien hilado, tan bien adornado por unos personajes cuyas emociones nos llegan, cuyas aventuras se sienten en carne propia, que hace olvidar que estemos ante una película propiamente dicha, pasando a ser una experiencia. Y en las experiencias, el guión no es más importante que las sensaciones. Incluso, mandado un poco sutil mensaje ecologista, Cameron es inteligente para que éste no quede como el típico alegato fácil con aroma “hippie”. Todo tiene su razón, y desgraciadamente lo que sucede con Pandora no es distante de lo que sucede en muestro planeta día si, día también. Pero, por encima del mensaje ecologista, por encima de la apabullante belleza de las imágenes, por encima del punto y a parte que supondrá para el mundo del cine a nivel tecnólogico, Avatar es una historia de amor. Eso si, una historia de amor que es capaz de hacer disfrutar (y emocionar) a todo tipo de espectador. Nunca es “pastelera”, sino épica. Según Cameron, su intención con Avatar es que sea para las generaciones de ahora lo que fué La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) para las anteriores. En ese caso, decirle que, además de conseguirlo, lo ha superado.
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1 comentario:
La narrativa de Cameron es genial. Puede dirigir una pelicula escrita por Uwe Boll y hacerla entretenida.
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